Y dijeron: —Vamos, edifiquémonos una ciudad y una
torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos
esparcidos sobre la faz de toda la tierra. (Babel: Gén.11).
Pero Dios sabía que
“sus niños” eran imprudentes con el manejo de su divina persona y sus mensajes,
Por eso- maldición,-les quitó el juguete; y en su lugar creó los idiomas para
que existiera el diálogo – bendición; no quería una súper torre desde la cual
se encerraran a espiarlo y elucubrar doctrinas. De todos modos, sucedió; y el
fanatismo religioso o antirreligioso fue- y es- el pan de cada día; y el
generador de guerra y diásporas (maldición). Así es que los idiomas vienen de
Babel; y también el diálogo; y la falta de diálogo, que lleva a la guerra. Las
guerras desparramaron a la gente y le obligaron a aprender otro idioma para
sobrevivir. El gallego, el tano, el turco, el ruso, y tantos otros fueron los
padres del “cocoliche”(medio dialecto de los inmigrantes en Argentina). Y aquí
viene una historia que lo ilustra: Escapando de las “purgas” contra los
intelectuales, y del hambre y la guerra, Nicolás había llegado desde Croacia a
la Argentina en un barco de inmigrantes. Un “rusito”. Era joven, todavía;
culto; con más capacidades intelectuales que agrícolas. Ustedes saben que gran
parte de los inmigrantes radicados en Argentina se afianzaron exitosamente en
los campos. Pero él había abandonado su cátedra de Filosofía en la Universidad
de Kiev, y sus numerosos y sesudos tomos de literatura; no iría de labriego a
cualquier rincón del mundo; o de minero, a Siberia. Recaló en Buenos Aires; y
pocos días después, los parientes lo recibieron en Córdoba; lo albergaron;
acompañaron sus horribles recuerdos, secaron sus lágrimas, y le ayudaron a
mitigar sus pesares. No le faltó la “paisana” bonita, para casarse; ella,
además, le servía de intérprete en todo momento: viaje, compras, visitas; y,
sobre todo, entrevistas para propagar su prestigio intelectual. Trabajó,
durante un tiempo, como “acomodador” en un cine. Después, la Universidad de
Córdoba reconoció su historia y su obra de literato y ensayista. Ni lerda ni
perezosa, lo ungió Doctor “Honoris Causa” y le asignó una cátedra… Él hablaba
croata e inglés, pero no español; nada, nada. De todos modos, la Universidad
disponía de buenos intérpretes, y convino en que dictara previamente sus clases
a un taquígrafo; y en repartir apuntes en castellano para que se le pudiera
seguir. Parecía que había llegado la paz a su vida. Agradecido, honesto y
tenaz, se empeñó en aprender el idioma; era tan grande el problema con el
vocabulario, como con la pronunciación; no obstante, fue avanzando. Un día se animó
a ir solo a la Facultad. Todavía era el tiempo de los tranvías. Subió a uno,
llenísimo, y esperó llegar a la Catedral para bajar. Pero no podía alcanzar la
campanilla para avisar al conductor. Entonces, nuestro eminente catedrático
semitrilingüe gritó: -— “Shofer, an kincena”. El conductor lo miró y siguió
camino. Pasó por delante de la parada más cercana a la Catedral y no se detuvo.
— “ Shofer, an kincena”- volvió a gritar , mientras trataba de tironear la
cuerda de la campanilla; y en su voz temblaba aquella angustia de la
incertidumbre y las tragedias. La gente, en cambio se codeaba y reía por lo
bajo. Unas cuadras más adelante, otro pasajero gritó: —En la esquina, por
favor. Y cuando el coche se detuvo sin más complicaciones, el croata se abrió paso
a codazos hasta el chofer. — ¡”Ora” para, “ora” para!… ¿Por qué no “parió” a
mí?- gritó medio ahogado y lloroso. Lo salvó la carcajada general, y su aire
tan nervioso y confundido. —No me avisó, señor. — “Jrité kincena, kincena, du
vez”. —Dos veces dijo “quincena”, no “esquina”; y “parió”, su madre, con
respeto. Yo “paro” el coche en la esquina. Entonces, como un verdadero sabio
que era, él también se largó a reír, rojo como un tomate. —Oooh… Dishkulpa
oshte… Gratzia, gratzia… Se enderezó el sombrero y bajó; estaba contento: había
transformado la maldición de Babel en una experiencia amena con la que nos
deleitó muchos años en las clases de la Facultad, cundo ya era viejito, y
hablaba muy bien el castellano. —Bendición y maldición son las dos caras de una
misma moneda; la mayor maldición es el miedo; la mayor bendición, la
esperanza.- nos dijo muchas veces.
Buenísimo ma. La verdad que tenés pasta para escritora.
ResponderEliminarSon tus reflejos, hijo. Un beso.
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