—
¿Qué? ¿Qué buscás, Manu? — gritó Laura, por
encima del ruido de la ducha.
—
El Reino de los Cielos.
Ahí no más arrancó a tocar el tambor del día
de Reyes, mientras volvía a gritar: — ¿Dónde guardaste el Reino de los Cielos?
—
No te oigo; ya salgo del baño; esperá un ratito.
Sonó el timbre de la puerta de calle.
—
Ahí viene Fede; lo invité a tomar la leche.
—
No me dijiste. Decile que ya voy; no abrás la
puerta.
Laura fue a abrir, chancleteando por la salita, envuelta en
el tallón.
—
Hola, Fede. Pasá. Ahí está Manu.
—
¡Fede! ¿Traés tu tambor? ¡Está buenísimo!
Fede comenzó a ilustrar a baquetazos lo
genial que era su tambor; y Manu, por supuesto, no se quedaba atrás.
«Dios mío»—pensó
Laura— «éramos pocos y parió la abuela» — ¡Vamos a tomar la leche, chicos!
Tiraron los tambores al suelo y corrieron a la cocina. Mientras
Laura preparaba la merienda sacaron unas galletas del armario, se sentaron
riendo a carcajadas, «sabrá Dios porqué, pero menos mal» y, de pronto, Manu se
acordó: — ¿Y el Reino de los Cielos? ¿Lo encontró tu mamá, Fede?
—
Me olvidé de preguntarle; quería venir a tocar
el tambor.
—
¿Qué es eso del Reino de los Cielos? —preguntó
la mamá.
—
La seño de Catequesis dijo que Jesús le había
contado que nos había regalado el Reino de los Cielos a los niños. ¿Vos me lo
guardaste, mami? ¿Cómo es?
—
Algo muy bonito, si es de Jesús. Creo que hay
que buscarlo en el corazón— suspiró mientras recordaba tantas cosas dulces de
su infancia.
—
Ufa… otro misterio—rezongó Fede.
—
Bueno, por lo menos no tiene sacrificios. Ya ves
que dice que es bonito.
Laura se puso a preparar algo para la cena mientras los
chicos –que ya estaban en otra- terminaban la leche y las galletas.
Había silencio de tambores. ¿Se habrían dormido? No; se los
oía cuchichear y reírse.
«Buenísimo para poder organizar las cuentas»— se dijo mientras buscaba
las facturas de la luz, el agua, etc. «Los chicos se calman cuando les contestás, lo
que sea».
—
¿Y cómo es, al final, el Reino de los Cielos? —la
sobresaltaron de pronto, a dúo, en la puerta de la cocina.
—
Ya les dije: algo muy bonito: mucha luz, mucha
calma, sin problemas. «Algo silencioso sin cuentas y sin tambores»— sonrió por
el pensamiento contrabandeado.
Los chicos volvieron a la salita. Y los tambores empezaron a sonar.
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