martes, 2 de junio de 2015

cuentos con tambores

Versión reducida a 750 palabras, para Literautas- Móntame una escena n°26

EL ALMA DEL CLAN I
Corría por la sabana africana para cumplir la primera prueba de su rito iniciático. Tenía catorce años y se sentía capaz de soportar la fatiga. Sabía que era apto y fuerte. Y que  era el hijo del rey. 
                                
   Cada vez más lejos sonaban los tambores de la aldea.  Pero aunque se alejara, los tambores repicaban en su corazón, listos para que bailara con su gente en cualquiera de los grandes momentos de la vida; batían los ritmos que marcaban el nacimiento, el trabajo, el amor, la guerra. Eran las voces del tótem unificador y benefactor. Durante toda la carrera escuchaba, a lo lejos, los tambores de la tribu, y se sentía tan seguro como el niño que dejaría de ser, y el hombre que sería. (Los tambores resumen todas las voces, pasadas y presentes: el Candomblé).
 Josini-bure (libre y valiente, era su nombre ) no quería perder de vista el objetivo que, una vez cumplido, lo haría hombre y cazador. Tenía que correr sin detenerse, salvo para lo indispensable, en un circuito que lo devolvería a la aldea en dos o tres días. En ese lapso  encontraría desafíos que le



habían preparado los mayores: trampas, troncos caídos, vados destruidos. Y sólo comería de lo que pudiera atrapar o recoger sin retrasar demasiado la carrera, ni agotarse por el hambre y la sed.
De pronto, lo derribó una red de metal que cayó desde un árbol. Y, como brotados del aire, saltaron varios hombres blancos que lo rodearon; sucios, rotosos y aullantes lo amenazaron con trabucos y mosquetes. Josini- bure sabía de los cazadores de esclavos e intuía su destino; preso bajo la red, gritó y se revolvió sin poder defenderse de los culatazos que lo desmayaron sin remedio.
Despertó dolorido y ensangrentado, atado de pies y manos, atravesado sobre la silla de un caballo. Alguien lo bajó de la montura y ocupó su lugar. Entonces lo pusieron de pie y lo empujaron para que caminara por senderos que no le eran familiares.  De los tambores, sólo lograba escuchar el de su corazón que luchaba por alertarse y escapar.
Pero fue inútil; golpeado y hambriento subió a un barco decrépito, junto a  muchos otros infelices que, como él, no volverían más al África. Había mujeres y hombres, viejos y niños, todos desesperados y humillados por la impotencia. Las mujeres y los niños a babor, los hombres a estribor, viajarian durante  largos meses; iban encadenados  desde los tobillos a la pared de una bodega oscura, sentados de a dos en el suelo, enfrentadas las espaldas.
 Sobrevivió en la bodega inmunda del viejo galeón, encadenado a la pared, espalda con espalda  con otro prisionero. Allí había mucha gente; pero no había tambores; faltaba la voz de Olorun, El Alma del Clan, el poder unificador que invitaba a cantar y bailar  la vida.
Allí  no habría tambores; sólo el tam-tam de las olas contra la madera.
En  la bodega, maloliente de sus propias miserias, malvivían o morían sus compañeros de infortunio. Muchas veces, los cuerpos de los enfermos y los muertos rebotaban sobre el agua y alteraban el tam-tam del oleaje. Y en el alma de Josiri-bure se morían las ilusiones que lo habían empujado a correr por la selva.
Ya en alta mar comenzaron a sacarlos de a ratos a cubierta: unas bocanadas de aire puro… un baldazo de agua salada sobre la mugre de los cuerpos…una galleta seca…
Y un día comenzó a sentir que  el tambor del agua lo llamaba; le tocaba el corazón. Lo primero fue la conciencia de hermandad en medio de la degradación. ¿Sería Dios………….? Contestó canturreando: Olorú, …Yemanyá. Y empezó a escuchar que otras voces decían su mismo rezo. Aleteaban sus recuerdos y sus anhelos buscando volar otra vez. Olorú no los había abandonado; estaba cerca.  Otra vez les hablaba y animaba. Y les mostraba que la vida seguía aunque no vieran todavía el horizonte. En sordina, comenzaron a repiquetear las manos sobre los muslos, una y otra vez… a tamborilear los pies encadenados… Las voces y las palmadas escapaban de a poco a  hermanarse en el tótem universal. Ahora brillaban algunas sonrisas en la oscuridad de la bodega. Un poco más cada día, a pesar del rigor.

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El barco amarró en Buenos Aires. Era el 6 de enero de 1812.
Alguien se llevó a Josiri-bure a vivir  a su casa. Había otros negros que pertenecían, de hecho, a la familia. Aprendió a vivir como ellos; a trabajar para el amo; a entender el idioma …  y a compartir tambores, bailes y canciones en las cofradías de los nuevos dioses que se aceptaban de palabra, mientras Olorun latía en los corazones..  
Supo que su nombre era ahora Baltasar, porque había llegado el día de Reyes. Y que Baltasar era el rey negro, el  “ loa de la esperanza”, de Olorún
Y mientras lo descubría todo,  con asombro de niño, se hacía hombre, como había deseado.
     ¡Hermano Josiri!… ¡Hermano Baltazar!...
     ¡Qué hermoso, mi Baltazar! —suspiraban las negritas mientras lavaban la ropa o cebaban mates.
     Buen hombre, este negro: trabajador, honrado, alegre— decían el amo y  las damas.
     Es devoto en la misa y en el candombe— reconocía el cura.
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Era el 6 de enero de 1813; Baltazar Josiri- buré encabezaba el candombe de su cofradía.
Se sacudían los cuerpos ansiosos. Revoloteaban pollerones coloridos.  Estallaban a gritos las coplas chispeantes y procaces. Se mezclaban los cantos al Santo Patrono con alabanzas paganas:
     “Festejan el seis de enero / la fiesta ‘e San Baltazar/, el santo más candombero/ que se puede  imaginar”.
No había perdido a África; África estaba creciendo con él, en el Río de la Plata. De algún modo, Olorún lo había acompañado para ser rey.  No sabía que muy pronto sería libre.
Repicaron las campanas.  Los tambores comenzaron a sonar.


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